domingo, 11 de septiembre de 2016

Capítulo 3 (Parte I)

Cuando Mary despertó, ya no se escuchaba el chocar de las olas ni el viento gélido soplando en sus oídos. Un agradable olor a vegetación y flores silvestres sustituyeron al olor del moho y la madera en descomposición. La temperatura también se había vuelto más cálida. Sintió la suave hierba bajo su cuerpo. Estaba enterrada en una montaña de hojas húmedas, y el calor del ambiente empezó a sofocarla. Quiso incorporarse y deshacerse del peso asfixiante, pero tan solo pudo moverse un par de centímetros cuando una mano de acero la agarró del cuello, golpeándola contra el suelo. Antes de que pudiera quejarse de dolor, una voz a sus espaldas le susurró al oído – No te muevas – Tres palabras contundentes que no aceptaron réplica alguna. No había lugar a duda del significado de aquella orden, y sin embargo, la lengua con la que fue entonada no le resultó ni remotamente familiar. Confusa, trató de girar la cabeza para ver a su atacante, pero la mano seguía oprimiéndola contra el suelo, impidiéndole cualquier movimiento.

Estuvieron así durante el tiempo suficiente para que comenzara a sentir calambres en toda la columna. Le costaba respirar y apenas notaba la circulación de la sangre en sus extremidades. De un momento a otro, el cuello cedería bajo la presión con un desagradable chasquido de huesos. En un último esfuerzo, y haciendo acopio del poco aire que sus pulmones le permitieron inspirar, se preparó para lanzar un grito desgarrador. Su atacante, advirtiendo la maniobra, aflojó la fuerza con la que comprimía el cuerpo de la joven. Aprovechando la oportunidad, se liberó de su opresor de un empujón, rodando un par de metros sobre su cuerpo hasta un arbusto cercano. Respiró profunda y copiosamente hasta casi hiperventilar, notando la quemazón del aire al pasar por sus pulmones doloridos. Se deshizo de la hojarasca que aún la cubría, mientras masajeaba su cuello entumecido y dejaba volver la circulación a sus extremidades. Desde aquella distancia, pudo identificar finalmente a su atacante como una mujer de cabellos color azabache y brazos musculosos, que la miraba de forma amenazadora. Le ordenó guardar silencio, lo que la dejó totalmente desconcertada. Entonces, la mujer de aspecto viril se dirigió, con el sigilo de una pantera, hacía unos matorrales contiguos, de donde comenzaron a surgir mujeres de igual complexión musculosa, armadas con lanzas y espadas a la cintura. Estaban en posición de ataque, y a su señal, salieron disparadas hacia una llanura, donde un ciervo indefenso trataba de huir, en vano, bajo una lluvia de lanzas.

Tras una corta persecución, finalmente una de ellas atravesó el costado del animal, que cayó muerto al instante, ante los gritos de victoria de las guerreras. Mary jamás había presenciado una cacería, y la escena la dejó un tanto conmocionada. Fue entonces, cuando se percató de algo que había pasado por alto hasta aquel momento. Se frotó fuertemente los ojos para aclararse la vista, pero lo que veía no eran imaginaciones suyas. Aquellas mujeres lucían, orgullosas, profundas cicatrices en uno de sus pechos, que se aseguraban de mantener a la vista de cualquiera. Se decía que las Amazonas eran una tribu muy conocida, que estaba constituida solo por mujeres en la que tenían por costumbre mutilarse uno de sus senos, permitiéndoles una mayor movilidad en la lucha y la practica del tiro con arco. Eran cazadoras, guerreras e independientes y a menudo luchaban contra otras tribus (de hombres) que querían ejercer su poder sobre ellas. Trató de pensar con claridad, pero una profunda jaqueca le martilleaba las sienes. Se pellizcó una de sus mejillas, hasta que el dolor le hizo soltar un par de lágrimas. Pero ¡¿En qué clase de lugar me he metido?! A lo mejor, pensó, se había colado misteriosamente en mitad de una representación de teatro de la antigua Grecia. Pero ¡¿Cómo?! En Holy Loch no había teatros (y tampoco es que las gentes del lugar fuesen muy entusiastas de los mismos) Además, por ningún lado se veían focos, ni telones, ni butacas para el auditorio. Estaban al aire libre y todo era escrupulosamente real. Despertó de su trance cuando, detrás de ella, un grupo de niñas comenzaron a aplaudir.

La mayoría de las niñas observaban la escena, algunas boquiabiertas y otras vitoreando a las guerreras cazadoras. Vestían igual que éstas y algunas llevaban la misma cicatriz en el pecho, lo que le provocó un escalofrío. Estaba completamente desorientada. Una de las chicas de mayor edad se le acercó y con gesto amable comenzó a hablar en aquella extraña lengua – No te preocupes, la próxima vez será. Lysippe confía en ti – Se refería a la que parecía ser la jefa de la tribu. La misma que la había usado de cojín durante toda la caza. Asqueada y confusa, preguntó – ¿Qué quieres decir con ‘la próxima vez’? – Aunque de su boca salieron las palabras, no escuchó el Inglés al que estaba acostumbrada, sino el idioma de las propias guerreras – Todavía te queda mucho entrenamiento, pero algún día tendrás que cazar de verdad – Valentia, como se llamaba la joven amazona, vio la sorpresa y el desconcierto en el rostro de Mary – Vamos tampoco es para tanto. No es tu primera vez, y más te vale que espabiles si no quieres que la jefa te ponga a trabajar en las cocinas – Le dio un puñetazo amistoso en el brazo, y cuando estaba segura de que nadie las miraba, la abrazó y besó su mejilla. Mary se sonrojo, pero aceptó la muestra de cariño entre toda la confusión que la rodeaba. Valentia se despidió para volver al grupo de las jóvenes, donde la que parecía ser la cuidadora, no les quitaba ojo de encima.

Aún había muchas cosas que escapaban a su comprensión ¿Por qué la trataban con tanta familiaridad? Tan solo había hablado con un par de ellas y ya era parte de la manada. Era como si la conocieran de toda la vida. De repente, se fijó en sus ropas. No llevaba el vestido grueso de algodón, y no había rastro de sus botas de cuero. En su lugar, llevaba puestas unas sandalias, en apariencia bastante endebles pero firmes al caminar, y una ligera túnica excesivamente corta, que apenas cubría sus partes pudendas, dejando entrever todos los músculos de su cuerpo, bastante enclenques en comparación al de las guerreras. Se palpó el pecho, con un suspiro de alivio. Para su suerte, aún conservaba ambos, pues no eran lo suficientemente grandes como para que las amazonas los hubieran considerado una molestia. Reparó en que también tenía un carcaj lleno de flechas y un arco colgados al hombro, que había llevado todo el tiempo encima sin tan siquiera percatarse. Misteriosamente, era capaz de hablar el idioma de aquellas salvajes y también conocía sus nombres. Era como si tuviera los recuerdos de otra persona. Pero no se sentía como tal. Seguía siendo Mary.

Las guerreras, que se habían situado en círculo alrededor del ciervo muerto, desenvainaron sus espadas kopis y comenzaron a despellejar y despedazar al animal, introduciendo las piezas de carne en grandes morrales que colgaron a sus espaldas. La escena le resultó tan nauseabunda que tuvo que apartar la mirada. A lo lejos, las niñas se marchaban al lugar de acampada, donde comenzarían los preparativos para la cena. Una de ellas se detuvo y se dio la vuelta. Era Valentia. Gritó un nombre, que no era el suyo, pero le sonó como tal y cuando quiso darse cuenta, estaba corriendo hacia ella, para acompañarla y huir del sangriento espectáculo.

Una vez en el campamento, las guerreras cedieron el mando a las niñas, que se encargaron de preparar la carne, mientras estas se entretenían limpiando la piel del ciervo para confeccionar nuevas mantas y atuendos.

Las niñas parecían desenvolverse a la perfección en su labor como cocineras. Troceaban y adobaban con la destreza de un carnicero. Una vez terminada la tarea, encendieron una hoguera alrededor de la cual, colocaron unos pinchos de madera en los que ensartaron la carne de ciervo, dejando gotear el aliño de especias sobre las llamas, que provocaban chispas de un olor dulzón. Presenciar la muerte del animal le había revuelto el estómago, pero el olor del asado la hizo salivar.

– Espero que tengas hambre, porque tenemos más carne de la que podemos transportar y no podemos dejar que se desperdicie – Era Atalanta. Aunque su cuerpo musculado y su complexión de atleta dejaban a la vista que ya no era una niña, aún no tenía experiencia suficiente para ir de caza con el resto del grupo, por lo que se contentaba con los trofeos que les traían las guerreras de sus cacerías. Ante el comentario de Atalanta, las tripas de Mary rugieron, y esta no pudo evitar una carcajada.

Las guerreras no tardaron en unirse al corro de niñas que se había formado alrededor de la hoguera, y comenzaron a comer con un hambre voraz. Mary las acompañó, masticando silenciosamente su trozo de carne, mientras estudiaba el comportamiento de aquel extraño grupo. Sabía que aún quedaban tribus aisladas en el mundo, pero eran una minoría y no podía saber cómo, de la noche a la mañana, habría llegado a parar a aquel lugar. Aquello era todo un misterio.

Dejaron secar el resto de la carne que usarían para el camino de vuelta al poblado. Finalmente, se acurrucaron en mantas y se refugiaron al calor del fuego. Había sido un día de caza intenso y estaban agotadas, por lo que no tardaron en caer rendidas al sueño. Mary, sin embargo, estaba inquieta y no podía dormir. Al cabo de un rato, viendo que no conseguiría conciliar el sueño, se levantó para dar un paseo por los alrededores. Valentia que estaba tumbada a su lado le susurro – ¿Diana te ocurre algo? – Ese debía ser el nombre que le habían dado en la tribu – No puedo dormir – Fue su única respuesta. Valentia se incorporó, desperezándose, y lanzó un largo bostezo mientras se retiraba las legañas – Tienes que dormir. Mañana tenemos un camino muy largo hasta el poblado y no aguantarás el ritmo de las demás si te pasas toda la noche despierta. Además, la jefa odia que nos retrasemos en los viajes y no tengo ganas de escuchar otro de sus sermones – Viendo que su amiga no le prestaba la más mínima atención, se resignó a tratar de mantener una conversación con ella. Con un suspiro y a regañadientes, se levantó, tomó una ramita a cuyo extremo enrolló un trozo de tela y lo prendió con el fuego de la hoguera – Procura no ir demasiado lejos. Te doy una hora y después de eso tendrás que ir a dormir, quieras o no ¿Entendido? – Mary cogió la antorcha que le tendía Valentia y con una sonrisa se fue del campamento sin decir más palabra.

A Mary aún le inquietaba que la tratasen con tanta familiaridad, pero decidió seguir la corriente hasta averiguar algo más de información. A cincuenta metros del campamento, Lysippe se encontraba haciendo el primer turno de guardia. No quería vérselas de nuevo con ella, por lo que tomó un desvío por otro camino para explorar los alrededores. Sin embargo, paso poco rato hasta que se dio cuenta de su falta de habilidad para el sigilo. La antorcha delataba su posición exacta (una estrategia de Valentia para controlar a su amiga), y por si fuera poco, cada paso que daba parecía el de un rinoceronte, estruendoso y delatador en el silencio de la noche. No era experta en camuflaje y al parecer, el resto de la tribu lo sabía, puesto que ni siquiera se molestaron en prestarle atención. Mary se tomó aquella indiferencia como una autorización para merodear por los bosques, así que continuó con su investigación sin que nadie más la interrumpiera.

A pesar de la frondosidad del bosque, el camino no era especialmente tortuoso, sino que ascendía con una ligera pendiente hasta llegar a la cima de una colina, desde la que se podía apreciar el campamento, iluminado débilmente a la luz de la hoguera. Recorrió lo que le pareció medio kilómetro ladera abajo, pero esta vez, descendiendo por el lado opuesto al que había venido. Desde el principio había tomado la posición del campamento como punto de referencia, pero hacía rato que lo había dejado atrás. Si no quería perderse debía buscar una nueva posición desde la que poder situarse. Descubrió el tronco de un árbol inmenso que se erigía justo en el centro de un llano rocoso, a tan solo unos cientos de metros. A los pies de aquel gigante, resultaba imposible intuir donde acababan sus ramas, tan espesas que la luz del cielo nocturno no podía atravesarlas, ensombreciendo así todo a su alrededor. Tenía unas raíces descomunales, habiendo zonas donde estas habían resquebrajado la piedra, haciéndose paso hacia el exterior. El olor a moho y humedad invadía la totalidad del terreno. Todo estaba cubierto de musgo y líquenes, que bajo las llamas de la antorcha, resplandecían como millones de luciérnagas fantasmagóricas. Rodeando la enorme circunferencia del árbol, descubrió súbitamente, a una figura solitaria, que permanecía inmóvil sobre una de las enormes raíces. Instintivamente, corrió a refugiarse tras una enorme roca que, para su disgusto, apestaba a fluidos corporales recién evacuados. Transcurrieron un par de minutos, que le parecieron interminables. Sin embargo, no se produjo movimiento alguno, y todo siguió en calma. Se asomó de su escondite, para ver de nuevo a una figura, impertérrita, que no mostraba señal alguna de haberse percatado de su presencia. Incluso allí escondida, era imposible que no la hubiera visto con la luz de la antorcha iluminando todo el lugar. Estaba demasiado lejos como para distinguir en la oscuridad si se trataba de un hombre o una mujer – ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? – No obtuvo respuesta. Estudió los alrededores, comprobando que no había nadie más y que, efectivamente, estaban solos, ella y la misteriosa figura. Ésta seguía en la misma posición, ausente a todo lo que la rodeaba. No parecía estar armada. Entonces, decidió acercarse un poco más.


La figura no parecía darse por aludida ante el acecho furtivo de Mary. Ahora, a tan solo unos pocos metros de distancia, pudo confirmar que aquella figura pertenecía al cuerpo de un hombre. Intentó iluminar su rostro, pero estaba cubierto por una túnica que impedía ver un solo fragmento de piel. Finalmente, Mary se relajó, y pensó que solo se trataba de una estatua, pues ni siquiera el viento era capaz de alterar la firme tela que la cubría ¿Qué haría una estatua en mitad del bosque? Todo esto es muy extraño, pensó. Recordó todos los acontecimientos que había vivido el día anterior, y terminó por convencerse de que aquella escena no era tan grotesca como le habría podido parecer. A aquellas alturas, no podía sorprenderse por cualquier cosa.

Algo más confiada, se acercó un poco más, hasta que estuvo a unos pocos centímetros. Acercó su mano para sentir el tacto frío de la dura piedra, bajo la túnica que ocultaba el rostro de la estatua. Para su sorpresa, no estaba fría ni dura, sino cálida y con una textura extrañamente rugosa. Entonces, sintió un cosquilleo en su mano, como un estallido de electricidad estática, y un sonido surgió del interior, provocándole tal sobresalto que retrocedió de un brinco, cayendo de bruces al suelo, en una posición no muy elegante – Disculpa mis modales querida. No era mi intención asustarte – ¡¿Quién eres?! – Preguntó Mary, poniéndose en pie de un salto y desenfundando una de las dagas kopis, que había tomado del campamento. La voz de aquel hombre le resultó tenebrosamente familiar, y antes de que éste pudiera contestar, ya supo la respuesta – ¡Eres tú! ¡El asesino! – Sus manos empezaron a temblar, y a duras penas pudo sostener la daga sin que resbalara por el sudor – Esa es una acusación muy grave. Espero que tengas pruebas para demostrar lo que dices – No tenía ni una sola prueba, y tampoco le servían en ese momento. Corría peligro. Tenía que huir, y rápido. Pero la figura siguió hablando – Supongo que habrás tenido un día peculiar junto a tus compañeras Amazonas ¿Me equivoco? – Ahora fue ella la que se quedó inmóvil. Él sabía algo que ella desconocía. Estaba aterrada, pero necesitaba respuestas, por lo que obligó a sus piernas, convulsas, a permanecer donde estaban – Viajar en el tiempo es un don que no todos poseen. El mismo que te ha mantenido con vida, desde el momento en que has hecho tu primer salto temporal – Mary se quedó boquiabierta al escuchar aquellas palabras. No podía creerse lo que estaba oyendo ¡¿Viajes en el tiempo!? ¡¿Saltos temporales!? Aquel hombre había perdido completamente la cabeza. Aunque no era algo raro de esperar viniendo de un asesino. Sus ojos se desorbitaron y estuvo a punto de desmayarse, cuando un pensamiento fugaz atravesó su mente. Durante las últimas horas habían sucedido cosas que su mente no había sido capaz de comprender. Hasta ahora. Los bosques tropicales, la caza de animales salvajes, aquel extraño lenguaje que, inexplicablemente, era capaz de entender y hablar a la perfección, y una tribu de mujeres mutiladas, que no habían dudado en considerarla como una de las suyas. Algo estaba fuera de lugar. O de época – Debes estar confusa, pero no es nada de lo que alarmarse. Al principio, todos lo están – ¿Qué significaba ese ‘todos’? – Aunque, por suerte o por desgracia para ti, ninguno de ellos ha sobrevivido más de diez minutos tras su primer viaje, y en unas condiciones bastante lamentables – Entonces, aquel cadáver… – Técnicamente, no era un cadáver. Aún estaba con vida. Pero, efectivamente él fue el último antes de ti, si es a lo que te refieres – Un escalofrío recorrió su cuerpo. Aquello significaba que podría haber acabado igual que aquel pobre desgraciado. Devorada por los gusanos hasta convertirse en ceniza, y todo ello aún consciente. Una arcada le recorrió el esófago y esta vez, no pudo contener el vómito. El esfuerzo la hizo retorcerse y caer de rodillas, haciendo rodar la antorcha por el suelo, hasta que la llama se apagó, quedando todo en la absoluta oscuridad.

Ahora no podía ver nada. Se sentía completamente indefensa, bajo la penetrante mirada del extraño, que sentía clavada en ella aún en plena oscuridad. Cuando terminó de vaciar todo su estómago, se incorporó dolorosamente y entre jadeos preguntó casi sin voz – ¿Quién eres? – El hombre, aparentemente afligido y con sorna, contestó – Disculpa mi grosería. Soy el Guardián del Tiempo, aunque según tu soy un asesino despiadado en busca de nuevas víctimas – Tragó saliva, agria por el sabor a vómito – ¿Qué quieres de mí? – Una sonrisa maliciosa, que Mary no pudo ver, cruzó los labios del Guardián – Como ya te he dicho, has sobrevivido a tu primer salto temporal. Pero aún tienes que pasar una serie de pruebas antes de poder ser mi ayudante – Se sentía exhausta por la abrumadora cantidad de información que tenía que asimilar. No podía aguantar más – No sé cuáles son tus intenciones, pero no pienso ser ayudante de nadie, y mucho menos de un asesino como tú – Me decepciona que pienses así. Pero ya aprenderás, con el tiempo –

El Guardián, que hasta entonces había permanecido casi inmóvil, comenzó a moverse. Mary lo oía, pero no podía verlo. No solo había perdido la antorcha, sino también la daga, por lo que ahora estaba desarmada y desprotegida. Trató de buscarla a tientas, pero solo consiguió tropezarse con las raíces, cayendo en sus nudos resbaladizos. No sabía qué ocurriría a continuación, cuando el silbido de una flecha pasó rozando su cabeza hasta que oyó el sonido sordo de esta contra la madera. A sus espaldas, pudo ver la tenue luz de unas antorchas y reflejos de espadas que se acercaban a toda velocidad. A su lado, intuyó movimientos rápidos y escurridizos, que desaparecieron en el momento en que las guerreras Amazonas iluminaron la escena al completo. No quedó rastro del Guardián. Ni una sola huella.

Valentia, al ver que su amiga no regresaba, no había dudado en avisar a Lysippe, que al momento reunió un pequeño grupo de guerreras, entre las que se encontraba Atalanta. Esta la ayudó a levantarse. Recogieron su daga a un par de metros y se marcharon de vuelta al campamento, donde la ataron durante el resto de la noche para evitar más escapadas.

Aún se sentía mareada. Pensó en todo lo que le había dicho el Guardián aquella noche. Si verdaderamente había viajado en el tiempo, aquello significaba que estaba a cientos de años de su hogar. No. Miles. Se horrorizó al darse cuenta por primera vez de que realmente estaba en la antigua Grecia, y que pertenecía a un grupo de auténticas guerreras Amazonas. Que suerte había tenido de ser mujer. De lo contrario, no sabía qué habría sido de ella. Estaba agotada, y sus párpados se cerraron pesadamente, como si alguien tirase de ellos, hasta que por fin, cayó en un plácido sueño.

domingo, 14 de agosto de 2016

Capítulo 2

Cuando llegó, la casa estaba completamente sola. Llamó a la puerta varias veces, pero no hubo respuesta. Para su fastidio, recordó que había olvidado recoger sus cosas, incluida la chaqueta, en cuyos bolsillos guardaba las llaves. Durante la huida apenas había tenido tiempo para reaccionar, y lo último que se le ocurrió era preocuparse por su ropa. Le resultó extraño que la abuela no se encontrara en casa y aunque no era la hora de cenar, no se imaginaba dónde podía haber ido, y menos con el aguacero que estaba cayendo. Corrió al jardín trasero y desde allí, accedió a la cocina por una ventana entreabierta. Cerró la ventana con fuerza antes de que entrara más agua. El suelo quedó perdido de barro y a punto estuvo de resbalar en varias ocasiones, antes de llegar a su habitación y cambiarse de ropa.

No podía dejar de darle vueltas a la cabeza. Se sentó al borde de su cama, algo mareada por el esfuerzo de la carrera. Tan solo pasaron unos minutos, cuando como por un resorte, una idea le cruzó la mente, bajó las escaleras hasta el sótano, y se puso a rebuscar entre unos documentos que leyó hacía un par de semanas. Sus estudios no eran los convencionales que se impartían en la escuela, y la abuela se había interesado en que estudiara algo de anatomía y medicina legal. En uno de sus libros recordó haber leído algo acerca del rígor mortis. No le faltaban razones para saber que aquel cadáver llevaba muerto bastantes horas. Ante aquel pensamiento, su estómago se revolvió con una arcada. Trató de recomponerse y analizar la situación. Tal vez fuese su imaginación y en realidad el cadáver no le había devuelto la mirada, sino que podría ser algún efecto post mortem que le jugara una mala pasada a su subconsciente. Pero aquello no tenía sentido. A su entender, el rígor mortis comenzaba al cabo de unas tres horas de producirse la muerte, y el olor que desprendía le había dejado bastante claro que había pasado mucho más tiempo, incluso días. Además, el cuerpo debería haber permanecido inmóvil. Aunque hubieran pasado los efectos de la rigidez y el cadáver hiciera atisbo de algún movimiento, provocado por los miles de organismos que devoraban lo que quedaba de piel, glándulas y órganos, no habría sido tiempo suficiente como para que la descomposición estuviera tan avanzada. Sintió otra arcada. No podía entender lo que acababa de ver.

Siguió investigando los documentos, pero no encontró nada que le fuera de utilidad. Finalmente, llegó a la conclusión de que debía comentarlo con alguien. La abuela tal vez podría darle alguna explicación coherente de lo ocurrido. Tras unos momentos de cavilaciones, se llevó las manos a la cabeza: Pero ¡¿en qué estaba pensando?! Acababa de presenciar la escena de un crimen, y lo había visto todo. Probablemente, el culpable estaría buscándola en aquellos momentos. Recordó sus palabras, y no le cupo la menor duda ¿Debería ir a la policía? Tampoco es que hubiera visto la cara del asesino, por lo que no sería de gran ayuda, sin olvidarse de las creencias, mal fundadas, sobre sus habilidades como bruja. La tomarían por loca, en el mejor de los casos. Menos aún podía decírselo a la abuela. Le daría un infarto si descubriera que alguien iba detrás de ella con las intenciones de…

Un golpe la apartó de sus pensamientos. Se le aceleró el pulso. Alguien había abierto la puerta de la casa. Inmediatamente, ésta se cerró. Pudo sentir el temblor de pasos en el techo. Recorrieron todo el salón y se detuvieron en la cocina. Tenía el corazón en un puño. ¿La habría seguido hasta allí? ¿Estaría esperando el mejor momento para acabar con ella, la única testigo del crimen? Silencio. Los pasos se oyeron de nuevo. Parecía que buscase algo, o alguien. Esta vez se dirigieron al sótano. Tenía las manos sudorosas. No tenía nada que pudiera usar como arma. Estaba sola, asustada, y aunque gritase, nadie la escucharía desde aquella distancia. Cada vez estaba más cerca. Más pasos. Ahora podía ver su sombra debajo de la puerta. Tenía el corazón desbocado. Se preparó para lo peor. La puerta se abrió, emitiendo un crujido espantoso, y una silueta familiar apareció justo detrás.

– Querida no te esperaba tan temprano – Mary dejó escapar un suspiro de alivio – ¿Te encuentras bien hija mía? Estás pálida como si acabaras de ver un fantasma – No pasa nada abuela. Era solo que… no me encontraba muy bien. Creo que… tengo un poco de fiebre – Dijo lo primero que se le vino a la cabeza. La abuela se acercó a ella y le tocó la frente. Estaba tibia, pero eso le bastó – Pero ¿¡Cómo que no pasa nada?! ¡Me dices que tienes fiebre pero tú dices que no pasa nada! Ahora mismo vas directa a la cama, y de ahí no te moverás en un par de días – La llevó a su habitación, pasando primero por la cocina y sin decir nada clavo sus ojos, primero en el estropicio que el barro había formado y después en Mary, que culpable, desvió la mirada hacia otro lado. Sabía que estaba molesta, pero en cuanto la ayudó a meterse en la cama y la arropó entre las sábanas, supo que su preocupación por ella era mayor.

Sintió un pellizco de remordimiento. Se sentía mal engañándola, pero el miedo a lo que pudiera pensar si le decía lo que realmente había ocurrido la superaba. No quería que se preocupara más de lo debido. El tiempo que pasó con la abuela Lucy tras su adopción había mermado su habitual vitalidad, y por nada del mundo quería que se repitiera aquella situación. Las aberraciones que Mary había sufrido durante su estancia en el orfanato habían debilitado su salud considerablemente, e hicieron falta muchos meses de atenciones por parte de la abuela para recuperar su estabilidad.

Los orfanatos no tenían fama de ser hospitalarios, pero aquel en el que Mary pasó su infancia era especialmente macabro. La directora tenía una forma muy particular de financiar aquel lugar y conseguir beneficios de ello. Las palizas a los niños desobedientes eran brutales y los trabajos que les obligaban a realizar extenuantes. No había ningún provecho inmediato en hacer trabajar a los niños de sol a sol, tan solo el objetivo de llevar el cansancio y la fatiga hasta sus límites, los cuales frecuentemente terminaban con la vida de aquellos infelices. Muchos morían antes de poder ser adoptados, pero misteriosamente, nunca se encontraban sus cuerpos. En esas ocasiones, la directora mostraba un ánimo más apaciguado y benevolente, y tanto en la comida como en la cena, todos los niños disfrutaban de una deliciosa y sabrosa carne adobada, que éstos, acostumbrados a las rancias comidas que en raras ocasiones se les permitía probar, les parecía un manjar. Excepto Mary, todos masticaban y engullían, dejando huesos y platos relucientes. Los pocos que tenían suerte y eran adoptados no duraban mucho, pues para cuando se les diagnosticaba alguna enfermedad, de las muchas que pululaban por el orfanato, ésta ya los había consumido por completo. Por supuesto, la directora no desaprovechaba una sola oportunidad de inculpar a los respectivos padres de negligencia y desatención, los cuales no tardaban en abonar el correspondiente soborno, para evitar mayores cargos. Muchos padres se daban cuenta de la artimaña y tras comprobar el pésimo estado del niño, lo devolvían inmediatamente al orfanato, lo cual solo conseguía agravar los castigos, los cuales eran especialmente crueles con Mary.

La abuela Lucy, tras escuchar de labios de Mary los horrores por los que pasaban los niños, no dudó en poner fin a todo aquello, lo que le acarreó más de un problema. Ya había causado suficientes alborotos como para añadir uno más a la lista. Esta vez tendría que solucionarlo todo ella misma. Sin ayuda.

Tras tomarse la cena, que consistía en un plato de sopa y un poco de pan acompañado con queso, esperó a que la abuela se quedase dormida.

La abuela Lucy roncaba profundamente, por lo que era fácil adivinar cuándo estaba completamente dormida. Se escabulló a través de la ventana de su habitación y con movimientos sigilosos, puso rumbo donde toda aquella macabra historia había tenido origen. Nunca había salido tan tarde de casa, y el frío la pilló desprevenida, entumeciéndole todas las extremidades. Aceleró el paso y en menos de diez minutos se encontró ante la gran estructura de piedra del faro, que en un tiempo lejano, habría ayudado a guiar a los barcos en sus travesías nocturnas. Tragó saliva y se introdujo a través de las sombras, hacía lo que tan solo medio día atrás, se había convertido en un lugar de descanso. No sabía lo que podía encontrarse, de modo que tomó ciertas precauciones. Encendió una linterna de bolsillo, que iluminó toda la habitación, primero suavemente y después con una luz intensa, permitiéndole ver en la insondable penumbra. Todo parecía estar en su sitio como cuando se había marchado. Aunque no le pasó por alto que alguien, se había tomado la molestia de apagar la lámpara de aceite, lo que le provocó un escalofrío. Nerviosa, rebuscó entre los bolsillos de su chaqueta y sacó una pequeña navaja de cocina. Echó un último vistazo al lugar, y entonces, se decidió a llevar a cabo la tarea más difícil del plan. Esta vez sabía perfectamente lo que iba a encontrar, aunque no le hizo sentir más segura. Subió las escaleras sin pensar, ahora bastante mejor iluminadas, por lo que no tuvo ningún percance. Cuando llegó a la escena del crimen, como había decidido llamarla, se encontró que la habitación estaba a oscuras. Guardó la navaja, y con la mano libre buscó el interruptor de la luz por las paredes, sin atreverse a posar la vista donde se suponía que estaría el fiambre. Finalmente dio con él, a tan solo unos pasos de donde se encontraba. La bombilla parpadeó un par de veces hasta que se encendió con una luz tenue. Para su sorpresa, no había rastro del cadáver, a excepción de una pila de polvo y cenizas que cubrían todo el suelo. Ya no olía a descomposición y el aire se respiraba limpio, como si hubieran ventilado la habitación. Sin embargo, no había ventanas y la única puerta que existía era por la que había entrado. Tampoco había signos de que se hubiera calcinado nada en aquel lugar. ¿Cómo habría llegado allí aquel polvo negruzco y cómo se habría deshecho de los despojos y el olor fétido? Caminó alrededor de las cenizas, cuando percibió un trémulo destello. Dudó un instante, hasta que por fin, decidió acercarse. Se agachó ante la luz titilante y apartó de una sacudida la ceniza que la rodeaba provocando una polvareda a su alrededor. Estuvo largo rato tosiendo y los ojos le escocieron hasta llorar. Tras rehacerse y frotarse profusamente la cara, dejándola tiznada y con aspecto cadavérico, descubrió lo que había provocado aquella luz. Se trataba de un reloj de arena de unas pocas pulgadas. Emitía una luz parpadeante, casi hipnótica. Limpió la superficie de cristal con la manga del jersey hasta poder ver su interior. Era un sencillo reloj de arena, sin más adornos que un lazo de cuero a modo de colgante. Al tacto, descubrió un ligero relieve en la base de madera que protegía el cristal. Para poder estudiarlo mejor, le dio la vuelta, y fue entonces cuando comenzó la cuenta atrás.

Una luz cegadora proveniente del reloj la envolvió con una sacudida. Su cuerpo se estremeció y con un chasquido, el tiempo se paró. El viento, las olas chocando contra las rocas, el crujir de la madera antigua. Todos los sonidos desaparecieron. Una grieta apareció ante sus ojos, resquebrajando el tiempo y el espacio, y succionando todo a su alrededor. Sintió como si su cuerpo se despedazara en millones de pedazos, mientras caía al oscuro interior del abismo. Tuvo nauseas, la cabeza le daba vueltas y justo antes de que todo se volviera negro y frío, una voz profunda y lejana susurró a través del tiempo: Que comience el juego.

domingo, 7 de agosto de 2016

Capítulo 1

Las costas del Lago Sagrado eran un sitio apacible donde descansar. El mar había extendido uno de sus poderosos brazos para acariciar aquel pedazo de tierra, rodeándolo de vegetación y un suave sabor a salitre en el aire. A pesar de estar en pleno mes de agosto, las temperaturas apenas llegaban a los quince grados, el viento soplaba fuerte y las olas arremetían contra los arrecifes, haciéndose paso a través de la dura roca. 

Mary vivía en una aldea humilde de las muchas que rodeaban la costa. A diferencia de las ciudades colindantes, raramente contaban con un par de escuelas, farmacias y una pequeña oficina de policía, con un par de agentes cuya mayor preocupación era quedarse sin su desayuno de las mañanas, por lo que rara vez se les veía en la oficina propiamente dicha. Sin embargo, para Mary la aldea tenía un encanto especial. Los duros años de orfanato en los que había ido de mano en mano por casi una docena de familias le parecieron un mal sueño cuando por fin llegó a aquel lugar. La abuela Lucy, una mujer entrada en años pero que aún mantenía toda su vitalidad, había aceptado quedarse con la niña sin ningún reparo, y no solo se había decidido a darle una casa donde vivir y comer algo más que mendrugos de pan y leche a punto de caducar, sino que también le ofreció mucho más de lo que Mary habría soñado nunca. La mayoría vivían en el centro del pueblo, abarrotado de bares en los que no faltaban jarras de cerveza rebosantes de espuma, acompañadas por la música de los violines y las gaitas, y el ondeante movimiento de las faldas escocesas, cuyos portadores movían con orgullo. Aquellos hombres seguían estrictamente la tradición de aquella indumentaria o kilts y Mary lo sabía de buena mano. La abuela por el contrario, vivía lejos de aquel bullicio en una casita a las afueras, a tan solo cinco minutos del poblado donde se podía respirar paz y tranquilidad.

Las pocas escuelas con las que contaba la aldea no tenían muchos alumnos, pues la mayoría preferían ayudar a sus padres en los puertos o trabajar en cualquier cosa en que pudieran ganarse un par de monedas. A Mary nunca le había gustado el colegio y la experiencia de su niñez pasada no le hizo cambiar de idea. La abuela Lucy por el contrario, insistió en que asistiera a clases en el momento en que puso un pie en su casa, pero como era de esperar no tuvo demasiado éxito. No es que fuera una analfabeta, sabía leer y escribir, y no se le daban mal las matemáticas, pero le desagradaba profundamente la idea de tener que compartir un espacio tan reducido con un grupo de niños irritantes y con olor a pescado, y no tenía una mejor opinión de las niñas. Prefería estar sola o en compañía de su abuela, como a ella le gustaba llamarla y a la cual le había cogido un apego y devoción inesperados. Mary era testaruda, pero la abuela no se dio por vencida. La casa en la que vivía, comparada con el resto de viviendas del poblado, era lo más cercano que había visto nunca a un palacio. Estaba ocupada casi en su totalidad por una enorme cocina de la que constantemente salían olores que te hacían salivar y una biblioteca que llegaba hasta el techo y terminaba en el sótano, donde no podías dar un paso sin tropezarte con una columna de papel. Allí, la abuela guardaba una enorme colección de libros sobre historia, arqueología, mitología, ciencias y lenguas antiguas que para su regocijo, la niña aceptó en estudiar con tal de no asistir a clase.

A Mary no le entusiasmaba la idea, pero tenía que reconocer que era mucho mejor que cualquier otra cosa que pudieran ofrecerle en la escuela. Se pasaba las horas leyendo desde por la mañana hasta bien entrada la tarde y aunque le fastidiaba tener que emplear su tiempo estudiando aquellos volúmenes, terminó cogiéndole el gusto.

Sin embargo, eran otra clase de libros los que atraían a Mary. Aventuras, piratas, ogros y princesas en apuros. Para su suerte, la abuela al final terminó cediendo y le enseñó un pequeño escondrijo en la azotea de la casa, donde tenía guardado un baúl con sus novelas de fantasía favoritas, que más tarde también resultaron ser las favoritas de ella.

Después de las largas horas de estudio, que resultaron ser muchas más de las que esperaba tendría en una escuela normal, Mary salía a dar un paseo todas las tardes por la costa. Caminaba por la playa sin sus botas de cuero, sintiendo el frio de la arena bajo sus pies descalzos y aquella sensación reconfortante del agua rozándole los tobillos. Solía caminar largo rato hasta llegar a un antiguo faro abandonado y a medio derruir. Había oído historias sobre una maldición, que casi siempre contaban los adultos para asustar a los más pequeños y que no hicieran travesuras por la noche. La maldición decía que todo aquel que se atreviera a traspasar las ruinas del faro sufriría una muerte espantosa a manos de una de las criaturas más temibles y crueles de la faz de la tierra. Ningún ser vivo osaba entrar en las ruinas, ni siquiera el moho y el musgo que recubría la superficie de las rocas de la costa. No obstante, para cuando la historia llegó a los oídos de Mary ella sabía de antemano que nada de eso era cierto, pues ahí seguía ella para contarlo. Desde el primer día en que llegara al pueblo no había pasado una sola tarde que no fuera a visitar aquel faro abandonado, donde reinaba la absoluta tranquilidad. Solía llevarse un libro del baúl de la abuela para leer hasta la hora de la cena o hasta que le empezaban a rugir las tripas. En más de una ocasión alguno de los niños la había descubierto en una de sus incursiones hacía el faro y la habían tachado de maldita e incluso de bruja, pero a ella no le importaba lo más mínimo y al día siguiente volvía al mismo lugar para disfrutar de la soledad.


Una tarde de verano, Mary se encaminó en uno de sus paseos habituales por la costa. En una mano llevaba un libro y en la otra sus botas de cuero. No hacía demasiado frío y el aire rozaba suavemente sus mejillas sonrosadas. El cielo por el contrario, no parecía corresponder a la tranquilidad del mar y aquel día nubes negras cubrían toda su extensión. No pasaron más de cinco minutos cuando una ligera llovizna comenzó a empapar sus ropas. Metió el libro dentro de su chaqueta para evitar que se mojara y no tuvo tiempo de ponerse las botas cuando una tromba de agua la azotó de pies a cabeza calándola hasta los huesos.

Corrió lo más que pudo a refugiarse en el faro abandonado. Por suerte, no toda la estructura estaba en ruinas y había zonas en las que aún se conservaba un techo donde poder resguardarse. Entró en lo que parecía una sala de mandos tan desvencijada que apenas quedaban los restos de casquillos de antiguas bombillas, con un tamaño más grande que el de su cabeza. Junto a esta, una pequeña habitación con un par de mantas que la abuela le había permitido llevarse de casa y una lámpara de aceite se habían convertido en su lugar de lectura. Prendió una cerilla y encendió la lámpara, que iluminó suavemente las paredes y el comienzo de una vasta escalera de madera que daba a un piso superior. Nunca había sentido curiosidad por aquella zona de las ruinas, aunque tampoco creía que aquellas escaleras pudieran resistir mayor peso que el de un ratón. Se quitó la chaqueta y el vestido quedándose tan solo con un pequeño camisón y los puso a secar junto al poco calor que se desprendía de la lámpara. Se acurrucó en las mantas y abrió el libro por la primera página, que para su suerte estaba casi intacto tras la fuerte lluvia. Tan solo había leído un par de líneas cuando un quejido sordo se escuchó en la habitación. Se le heló la sangre, pues a pesar del incesante goteo de la lluvia y los ruidos típicos de un lugar habitado apenas por un par de ratas huesudas, aquel sonido no le era para nada familiar. Era apenas un susurro pero lo había oído con toda claridad. Pensó que se trataba de algún roedor rondando el edificio así que no le dio más importancia y continuó con la lectura. De nuevo, el quejido se repitió, y esta vez no hubo lugar a dudas. Se trataba de algo mucho más grande que un simple roedor. Parecía el lamento de un animal agonizante. Los quejidos aumentaron de volumen y esta vez sabía con certeza de donde procedían. Tiró las mantas a un lado y se acercó vacilante a las escaleras. Una gota de sudor le recorrió la espina dorsal al escuchar un grito desgarrador. Tenía la boca seca y estaba a punto de desmayarse de terror, pero algo le decía que tenía que continuar. Puso el primer pie en las escaleras, que se estremecieron con un crujido que sacudió todos los nervios de su cuerpo. Parecían estables bajo sus pies, aunque a cada paso crujieran y se combaran en ángulos peligrosamente pronunciados.

Después de unos pocos minutos y un par de sustos provocados por más de un tablón suelto, tan solo quedaban unos cuantos peldaños por subir, que le ocultaban la vista de lo que había al otro lado. Estaban tenuemente iluminados por la luz de una vieja bombilla colgada de un cable de cobre oxidado, que se balanceaba por la corriente de aire. Subió un peldaño más cuando sus pies se empaparon de una sustancia gelatinosa. Era oscura y tenía una textura espesa, casi coagulada. Finalmente se decidió a subir los últimos escalones y la escena que se encontró la dejó sin aliento. El cuerpo de lo que parecía un hombre rezumaba sangre y todo tipo de insectos que a punto estuvieron de hacerla vomitar. Larvas y gusanos se daban un festín sobre el cadáver, cuyo olor putrefacto le extrañaba no haber notado mucho antes. Pero lo que la dejó petrificada era que el cuerpo aún se movía. ¿Cómo era posible que aquella masa sanguinolenta siguiera viva? Lo que parecía parte de un cráneo humano se giró con pesados movimientos en su dirección, provocándole arcadas. En un intento de huir dio un traspié y se chocó contra lo que en ese momento creyó ser una pared. Pero para su horror unos brazos la agarraron antes de caer al suelo y le susurraron: Tú serás la siguiente. Un alarido salió rasgándole la garganta, permitiendo liberarse de los brazos de su captor y correr como alma que lleva el diablo. No cesó en su carrera hasta llegar a casa de la abuela, empapada y sollozando casi sin poder respirar.