domingo, 7 de agosto de 2016

Capítulo 1

Las costas del Lago Sagrado eran un sitio apacible donde descansar. El mar había extendido uno de sus poderosos brazos para acariciar aquel pedazo de tierra, rodeándolo de vegetación y un suave sabor a salitre en el aire. A pesar de estar en pleno mes de agosto, las temperaturas apenas llegaban a los quince grados, el viento soplaba fuerte y las olas arremetían contra los arrecifes, haciéndose paso a través de la dura roca. 

Mary vivía en una aldea humilde de las muchas que rodeaban la costa. A diferencia de las ciudades colindantes, raramente contaban con un par de escuelas, farmacias y una pequeña oficina de policía, con un par de agentes cuya mayor preocupación era quedarse sin su desayuno de las mañanas, por lo que rara vez se les veía en la oficina propiamente dicha. Sin embargo, para Mary la aldea tenía un encanto especial. Los duros años de orfanato en los que había ido de mano en mano por casi una docena de familias le parecieron un mal sueño cuando por fin llegó a aquel lugar. La abuela Lucy, una mujer entrada en años pero que aún mantenía toda su vitalidad, había aceptado quedarse con la niña sin ningún reparo, y no solo se había decidido a darle una casa donde vivir y comer algo más que mendrugos de pan y leche a punto de caducar, sino que también le ofreció mucho más de lo que Mary habría soñado nunca. La mayoría vivían en el centro del pueblo, abarrotado de bares en los que no faltaban jarras de cerveza rebosantes de espuma, acompañadas por la música de los violines y las gaitas, y el ondeante movimiento de las faldas escocesas, cuyos portadores movían con orgullo. Aquellos hombres seguían estrictamente la tradición de aquella indumentaria o kilts y Mary lo sabía de buena mano. La abuela por el contrario, vivía lejos de aquel bullicio en una casita a las afueras, a tan solo cinco minutos del poblado donde se podía respirar paz y tranquilidad.

Las pocas escuelas con las que contaba la aldea no tenían muchos alumnos, pues la mayoría preferían ayudar a sus padres en los puertos o trabajar en cualquier cosa en que pudieran ganarse un par de monedas. A Mary nunca le había gustado el colegio y la experiencia de su niñez pasada no le hizo cambiar de idea. La abuela Lucy por el contrario, insistió en que asistiera a clases en el momento en que puso un pie en su casa, pero como era de esperar no tuvo demasiado éxito. No es que fuera una analfabeta, sabía leer y escribir, y no se le daban mal las matemáticas, pero le desagradaba profundamente la idea de tener que compartir un espacio tan reducido con un grupo de niños irritantes y con olor a pescado, y no tenía una mejor opinión de las niñas. Prefería estar sola o en compañía de su abuela, como a ella le gustaba llamarla y a la cual le había cogido un apego y devoción inesperados. Mary era testaruda, pero la abuela no se dio por vencida. La casa en la que vivía, comparada con el resto de viviendas del poblado, era lo más cercano que había visto nunca a un palacio. Estaba ocupada casi en su totalidad por una enorme cocina de la que constantemente salían olores que te hacían salivar y una biblioteca que llegaba hasta el techo y terminaba en el sótano, donde no podías dar un paso sin tropezarte con una columna de papel. Allí, la abuela guardaba una enorme colección de libros sobre historia, arqueología, mitología, ciencias y lenguas antiguas que para su regocijo, la niña aceptó en estudiar con tal de no asistir a clase.

A Mary no le entusiasmaba la idea, pero tenía que reconocer que era mucho mejor que cualquier otra cosa que pudieran ofrecerle en la escuela. Se pasaba las horas leyendo desde por la mañana hasta bien entrada la tarde y aunque le fastidiaba tener que emplear su tiempo estudiando aquellos volúmenes, terminó cogiéndole el gusto.

Sin embargo, eran otra clase de libros los que atraían a Mary. Aventuras, piratas, ogros y princesas en apuros. Para su suerte, la abuela al final terminó cediendo y le enseñó un pequeño escondrijo en la azotea de la casa, donde tenía guardado un baúl con sus novelas de fantasía favoritas, que más tarde también resultaron ser las favoritas de ella.

Después de las largas horas de estudio, que resultaron ser muchas más de las que esperaba tendría en una escuela normal, Mary salía a dar un paseo todas las tardes por la costa. Caminaba por la playa sin sus botas de cuero, sintiendo el frio de la arena bajo sus pies descalzos y aquella sensación reconfortante del agua rozándole los tobillos. Solía caminar largo rato hasta llegar a un antiguo faro abandonado y a medio derruir. Había oído historias sobre una maldición, que casi siempre contaban los adultos para asustar a los más pequeños y que no hicieran travesuras por la noche. La maldición decía que todo aquel que se atreviera a traspasar las ruinas del faro sufriría una muerte espantosa a manos de una de las criaturas más temibles y crueles de la faz de la tierra. Ningún ser vivo osaba entrar en las ruinas, ni siquiera el moho y el musgo que recubría la superficie de las rocas de la costa. No obstante, para cuando la historia llegó a los oídos de Mary ella sabía de antemano que nada de eso era cierto, pues ahí seguía ella para contarlo. Desde el primer día en que llegara al pueblo no había pasado una sola tarde que no fuera a visitar aquel faro abandonado, donde reinaba la absoluta tranquilidad. Solía llevarse un libro del baúl de la abuela para leer hasta la hora de la cena o hasta que le empezaban a rugir las tripas. En más de una ocasión alguno de los niños la había descubierto en una de sus incursiones hacía el faro y la habían tachado de maldita e incluso de bruja, pero a ella no le importaba lo más mínimo y al día siguiente volvía al mismo lugar para disfrutar de la soledad.


Una tarde de verano, Mary se encaminó en uno de sus paseos habituales por la costa. En una mano llevaba un libro y en la otra sus botas de cuero. No hacía demasiado frío y el aire rozaba suavemente sus mejillas sonrosadas. El cielo por el contrario, no parecía corresponder a la tranquilidad del mar y aquel día nubes negras cubrían toda su extensión. No pasaron más de cinco minutos cuando una ligera llovizna comenzó a empapar sus ropas. Metió el libro dentro de su chaqueta para evitar que se mojara y no tuvo tiempo de ponerse las botas cuando una tromba de agua la azotó de pies a cabeza calándola hasta los huesos.

Corrió lo más que pudo a refugiarse en el faro abandonado. Por suerte, no toda la estructura estaba en ruinas y había zonas en las que aún se conservaba un techo donde poder resguardarse. Entró en lo que parecía una sala de mandos tan desvencijada que apenas quedaban los restos de casquillos de antiguas bombillas, con un tamaño más grande que el de su cabeza. Junto a esta, una pequeña habitación con un par de mantas que la abuela le había permitido llevarse de casa y una lámpara de aceite se habían convertido en su lugar de lectura. Prendió una cerilla y encendió la lámpara, que iluminó suavemente las paredes y el comienzo de una vasta escalera de madera que daba a un piso superior. Nunca había sentido curiosidad por aquella zona de las ruinas, aunque tampoco creía que aquellas escaleras pudieran resistir mayor peso que el de un ratón. Se quitó la chaqueta y el vestido quedándose tan solo con un pequeño camisón y los puso a secar junto al poco calor que se desprendía de la lámpara. Se acurrucó en las mantas y abrió el libro por la primera página, que para su suerte estaba casi intacto tras la fuerte lluvia. Tan solo había leído un par de líneas cuando un quejido sordo se escuchó en la habitación. Se le heló la sangre, pues a pesar del incesante goteo de la lluvia y los ruidos típicos de un lugar habitado apenas por un par de ratas huesudas, aquel sonido no le era para nada familiar. Era apenas un susurro pero lo había oído con toda claridad. Pensó que se trataba de algún roedor rondando el edificio así que no le dio más importancia y continuó con la lectura. De nuevo, el quejido se repitió, y esta vez no hubo lugar a dudas. Se trataba de algo mucho más grande que un simple roedor. Parecía el lamento de un animal agonizante. Los quejidos aumentaron de volumen y esta vez sabía con certeza de donde procedían. Tiró las mantas a un lado y se acercó vacilante a las escaleras. Una gota de sudor le recorrió la espina dorsal al escuchar un grito desgarrador. Tenía la boca seca y estaba a punto de desmayarse de terror, pero algo le decía que tenía que continuar. Puso el primer pie en las escaleras, que se estremecieron con un crujido que sacudió todos los nervios de su cuerpo. Parecían estables bajo sus pies, aunque a cada paso crujieran y se combaran en ángulos peligrosamente pronunciados.

Después de unos pocos minutos y un par de sustos provocados por más de un tablón suelto, tan solo quedaban unos cuantos peldaños por subir, que le ocultaban la vista de lo que había al otro lado. Estaban tenuemente iluminados por la luz de una vieja bombilla colgada de un cable de cobre oxidado, que se balanceaba por la corriente de aire. Subió un peldaño más cuando sus pies se empaparon de una sustancia gelatinosa. Era oscura y tenía una textura espesa, casi coagulada. Finalmente se decidió a subir los últimos escalones y la escena que se encontró la dejó sin aliento. El cuerpo de lo que parecía un hombre rezumaba sangre y todo tipo de insectos que a punto estuvieron de hacerla vomitar. Larvas y gusanos se daban un festín sobre el cadáver, cuyo olor putrefacto le extrañaba no haber notado mucho antes. Pero lo que la dejó petrificada era que el cuerpo aún se movía. ¿Cómo era posible que aquella masa sanguinolenta siguiera viva? Lo que parecía parte de un cráneo humano se giró con pesados movimientos en su dirección, provocándole arcadas. En un intento de huir dio un traspié y se chocó contra lo que en ese momento creyó ser una pared. Pero para su horror unos brazos la agarraron antes de caer al suelo y le susurraron: Tú serás la siguiente. Un alarido salió rasgándole la garganta, permitiendo liberarse de los brazos de su captor y correr como alma que lleva el diablo. No cesó en su carrera hasta llegar a casa de la abuela, empapada y sollozando casi sin poder respirar.