Cuando llegó, la casa estaba completamente sola. Llamó a la puerta varias veces, pero no hubo respuesta. Para su fastidio, recordó que había olvidado recoger sus cosas, incluida la chaqueta, en cuyos bolsillos guardaba las llaves. Durante la huida apenas había tenido tiempo para reaccionar, y lo último que se le ocurrió era preocuparse por su ropa. Le resultó extraño que la abuela no se encontrara en casa y aunque no era la hora de cenar, no se imaginaba dónde podía haber ido, y menos con el aguacero que estaba cayendo. Corrió al jardín trasero y desde allí, accedió a la cocina por una ventana entreabierta. Cerró la ventana con fuerza antes de que entrara más agua. El suelo quedó perdido de barro y a punto estuvo de resbalar en varias ocasiones, antes de llegar a su habitación y cambiarse de ropa.
No podía dejar de darle vueltas a la cabeza. Se sentó al borde de su cama, algo mareada por el esfuerzo de la carrera. Tan solo pasaron unos minutos, cuando como por un resorte, una idea le cruzó la mente, bajó las escaleras hasta el sótano, y se puso a rebuscar entre unos documentos que leyó hacía un par de semanas. Sus estudios no eran los convencionales que se impartían en la escuela, y la abuela se había interesado en que estudiara algo de anatomía y medicina legal. En uno de sus libros recordó haber leído algo acerca del rígor mortis. No le faltaban razones para saber que aquel cadáver llevaba muerto bastantes horas. Ante aquel pensamiento, su estómago se revolvió con una arcada. Trató de recomponerse y analizar la situación. Tal vez fuese su imaginación y en realidad el cadáver no le había devuelto la mirada, sino que podría ser algún efecto post mortem que le jugara una mala pasada a su subconsciente. Pero aquello no tenía sentido. A su entender, el rígor mortis comenzaba al cabo de unas tres horas de producirse la muerte, y el olor que desprendía le había dejado bastante claro que había pasado mucho más tiempo, incluso días. Además, el cuerpo debería haber permanecido inmóvil. Aunque hubieran pasado los efectos de la rigidez y el cadáver hiciera atisbo de algún movimiento, provocado por los miles de organismos que devoraban lo que quedaba de piel, glándulas y órganos, no habría sido tiempo suficiente como para que la descomposición estuviera tan avanzada. Sintió otra arcada. No podía entender lo que acababa de ver.
Siguió investigando los documentos, pero no encontró nada que le fuera de utilidad. Finalmente, llegó a la conclusión de que debía comentarlo con alguien. La abuela tal vez podría darle alguna explicación coherente de lo ocurrido. Tras unos momentos de cavilaciones, se llevó las manos a la cabeza: Pero ¡¿en qué estaba pensando?! Acababa de presenciar la escena de un crimen, y lo había visto todo. Probablemente, el culpable estaría buscándola en aquellos momentos. Recordó sus palabras, y no le cupo la menor duda ¿Debería ir a la policía? Tampoco es que hubiera visto la cara del asesino, por lo que no sería de gran ayuda, sin olvidarse de las creencias, mal fundadas, sobre sus habilidades como bruja. La tomarían por loca, en el mejor de los casos. Menos aún podía decírselo a la abuela. Le daría un infarto si descubriera que alguien iba detrás de ella con las intenciones de…
Un golpe la apartó de sus pensamientos. Se le aceleró el pulso. Alguien había abierto la puerta de la casa. Inmediatamente, ésta se cerró. Pudo sentir el temblor de pasos en el techo. Recorrieron todo el salón y se detuvieron en la cocina. Tenía el corazón en un puño. ¿La habría seguido hasta allí? ¿Estaría esperando el mejor momento para acabar con ella, la única testigo del crimen? Silencio. Los pasos se oyeron de nuevo. Parecía que buscase algo, o alguien. Esta vez se dirigieron al sótano. Tenía las manos sudorosas. No tenía nada que pudiera usar como arma. Estaba sola, asustada, y aunque gritase, nadie la escucharía desde aquella distancia. Cada vez estaba más cerca. Más pasos. Ahora podía ver su sombra debajo de la puerta. Tenía el corazón desbocado. Se preparó para lo peor. La puerta se abrió, emitiendo un crujido espantoso, y una silueta familiar apareció justo detrás.
– Querida no te esperaba tan temprano – Mary dejó escapar un suspiro de alivio – ¿Te encuentras bien hija mía? Estás pálida como si acabaras de ver un fantasma – No pasa nada abuela. Era solo que… no me encontraba muy bien. Creo que… tengo un poco de fiebre – Dijo lo primero que se le vino a la cabeza. La abuela se acercó a ella y le tocó la frente. Estaba tibia, pero eso le bastó – Pero ¿¡Cómo que no pasa nada?! ¡Me dices que tienes fiebre pero tú dices que no pasa nada! Ahora mismo vas directa a la cama, y de ahí no te moverás en un par de días – La llevó a su habitación, pasando primero por la cocina y sin decir nada clavo sus ojos, primero en el estropicio que el barro había formado y después en Mary, que culpable, desvió la mirada hacia otro lado. Sabía que estaba molesta, pero en cuanto la ayudó a meterse en la cama y la arropó entre las sábanas, supo que su preocupación por ella era mayor.
Sintió un pellizco de remordimiento. Se sentía mal engañándola, pero el miedo a lo que pudiera pensar si le decía lo que realmente había ocurrido la superaba. No quería que se preocupara más de lo debido. El tiempo que pasó con la abuela Lucy tras su adopción había mermado su habitual vitalidad, y por nada del mundo quería que se repitiera aquella situación. Las aberraciones que Mary había sufrido durante su estancia en el orfanato habían debilitado su salud considerablemente, e hicieron falta muchos meses de atenciones por parte de la abuela para recuperar su estabilidad.
Los orfanatos no tenían fama de ser hospitalarios, pero aquel en el que Mary pasó su infancia era especialmente macabro. La directora tenía una forma muy particular de financiar aquel lugar y conseguir beneficios de ello. Las palizas a los niños desobedientes eran brutales y los trabajos que les obligaban a realizar extenuantes. No había ningún provecho inmediato en hacer trabajar a los niños de sol a sol, tan solo el objetivo de llevar el cansancio y la fatiga hasta sus límites, los cuales frecuentemente terminaban con la vida de aquellos infelices. Muchos morían antes de poder ser adoptados, pero misteriosamente, nunca se encontraban sus cuerpos. En esas ocasiones, la directora mostraba un ánimo más apaciguado y benevolente, y tanto en la comida como en la cena, todos los niños disfrutaban de una deliciosa y sabrosa carne adobada, que éstos, acostumbrados a las rancias comidas que en raras ocasiones se les permitía probar, les parecía un manjar. Excepto Mary, todos masticaban y engullían, dejando huesos y platos relucientes. Los pocos que tenían suerte y eran adoptados no duraban mucho, pues para cuando se les diagnosticaba alguna enfermedad, de las muchas que pululaban por el orfanato, ésta ya los había consumido por completo. Por supuesto, la directora no desaprovechaba una sola oportunidad de inculpar a los respectivos padres de negligencia y desatención, los cuales no tardaban en abonar el correspondiente soborno, para evitar mayores cargos. Muchos padres se daban cuenta de la artimaña y tras comprobar el pésimo estado del niño, lo devolvían inmediatamente al orfanato, lo cual solo conseguía agravar los castigos, los cuales eran especialmente crueles con Mary.
La abuela Lucy, tras escuchar de labios de Mary los horrores por los que pasaban los niños, no dudó en poner fin a todo aquello, lo que le acarreó más de un problema. Ya había causado suficientes alborotos como para añadir uno más a la lista. Esta vez tendría que solucionarlo todo ella misma. Sin ayuda.
Tras tomarse la cena, que consistía en un plato de sopa y un poco de pan acompañado con queso, esperó a que la abuela se quedase dormida.
La abuela Lucy roncaba profundamente, por lo que era fácil adivinar cuándo estaba completamente dormida. Se escabulló a través de la ventana de su habitación y con movimientos sigilosos, puso rumbo donde toda aquella macabra historia había tenido origen. Nunca había salido tan tarde de casa, y el frío la pilló desprevenida, entumeciéndole todas las extremidades. Aceleró el paso y en menos de diez minutos se encontró ante la gran estructura de piedra del faro, que en un tiempo lejano, habría ayudado a guiar a los barcos en sus travesías nocturnas. Tragó saliva y se introdujo a través de las sombras, hacía lo que tan solo medio día atrás, se había convertido en un lugar de descanso. No sabía lo que podía encontrarse, de modo que tomó ciertas precauciones. Encendió una linterna de bolsillo, que iluminó toda la habitación, primero suavemente y después con una luz intensa, permitiéndole ver en la insondable penumbra. Todo parecía estar en su sitio como cuando se había marchado. Aunque no le pasó por alto que alguien, se había tomado la molestia de apagar la lámpara de aceite, lo que le provocó un escalofrío. Nerviosa, rebuscó entre los bolsillos de su chaqueta y sacó una pequeña navaja de cocina. Echó un último vistazo al lugar, y entonces, se decidió a llevar a cabo la tarea más difícil del plan. Esta vez sabía perfectamente lo que iba a encontrar, aunque no le hizo sentir más segura. Subió las escaleras sin pensar, ahora bastante mejor iluminadas, por lo que no tuvo ningún percance. Cuando llegó a la escena del crimen, como había decidido llamarla, se encontró que la habitación estaba a oscuras. Guardó la navaja, y con la mano libre buscó el interruptor de la luz por las paredes, sin atreverse a posar la vista donde se suponía que estaría el fiambre. Finalmente dio con él, a tan solo unos pasos de donde se encontraba. La bombilla parpadeó un par de veces hasta que se encendió con una luz tenue. Para su sorpresa, no había rastro del cadáver, a excepción de una pila de polvo y cenizas que cubrían todo el suelo. Ya no olía a descomposición y el aire se respiraba limpio, como si hubieran ventilado la habitación. Sin embargo, no había ventanas y la única puerta que existía era por la que había entrado. Tampoco había signos de que se hubiera calcinado nada en aquel lugar. ¿Cómo habría llegado allí aquel polvo negruzco y cómo se habría deshecho de los despojos y el olor fétido? Caminó alrededor de las cenizas, cuando percibió un trémulo destello. Dudó un instante, hasta que por fin, decidió acercarse. Se agachó ante la luz titilante y apartó de una sacudida la ceniza que la rodeaba provocando una polvareda a su alrededor. Estuvo largo rato tosiendo y los ojos le escocieron hasta llorar. Tras rehacerse y frotarse profusamente la cara, dejándola tiznada y con aspecto cadavérico, descubrió lo que había provocado aquella luz. Se trataba de un reloj de arena de unas pocas pulgadas. Emitía una luz parpadeante, casi hipnótica. Limpió la superficie de cristal con la manga del jersey hasta poder ver su interior. Era un sencillo reloj de arena, sin más adornos que un lazo de cuero a modo de colgante. Al tacto, descubrió un ligero relieve en la base de madera que protegía el cristal. Para poder estudiarlo mejor, le dio la vuelta, y fue entonces cuando comenzó la cuenta atrás.
Una luz cegadora proveniente del reloj la envolvió con una sacudida. Su cuerpo se estremeció y con un chasquido, el tiempo se paró. El viento, las olas chocando contra las rocas, el crujir de la madera antigua. Todos los sonidos desaparecieron. Una grieta apareció ante sus ojos, resquebrajando el tiempo y el espacio, y succionando todo a su alrededor. Sintió como si su cuerpo se despedazara en millones de pedazos, mientras caía al oscuro interior del abismo. Tuvo nauseas, la cabeza le daba vueltas y justo antes de que todo se volviera negro y frío, una voz profunda y lejana susurró a través del tiempo: Que comience el juego.